miércoles, 4 de mayo de 2011

LA CRUZ MARCA DEL CRISTIANO

Cruz de Mayo Hdad. del Camnio Barrio de Araceli.
Foto extraida blogs Cospiración de las Mantillas
1. La cruz de Cristo. El Apocalipsis, revelando que los dos testigos habían sido martirizados «allí donde Cristo fue crucificado» (Ap 11,8), identifica la suerte de los discípulos con la del Maestro. Es lo que exigía ya Jesús: ((Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y me siga» (Mt 16,24 p). El discípulo no sólo debe morir a sí mismo, sino que la cruz que lleva es signo de que muere al mundo, que ha roto todos sus lazos naturales (Mt 10,33-39 p), que acepta la condición de perseguido, al que quizá se quite la vida (Mt 23, 34). Pero al mismo tiempo es también signo de su gloria anticipada (cf. Jn 12,26).

2. La vida crucificada. La cruz de Cristo que, según Pablo, separaba las dos economías de la ley y de la fe, viene a ser en el corazón del cristiano la frontera entre los dos mundos de la carne y del espíritu. Es la única justificación y la única sabiduría. Si se ha convertido, es porque ante sus ojos se han dibujado los rasgos de Jesucristo en cruz (Gál 3,1). Si es justificado, no lo es en absoluto por las obras de la ley, sino por su fe en , el crucificado; porque él mismo ha sido crucifica-do con Cristo en el bautismo, tanto que ha muerto a la ley para vivir para Dios (Gál 2,19), y que ya no tiene nada que ver con el mundo (6,14). Así pone su confianza en la sola fuerza de Cristo, pues de lo contrario se mostraría «enemigo de la cruz» (Flp 3,18).

3. La cruz, título de gloria del cristiano. En la vida cotidiana del cristiano, «el hombre viejo es crucificado» (Rom 6,6), hasta tal punto que es plenamente liberado del pecado. Su juicio es transformado por la sabiduría de la cruz (ICor 2). Por esta sabiduría se convertirá, a ejemplo de Jesús, en humilde y «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,1-8). Mas en general, debe contemplar el «modelo» de Cristo que «llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero para que, muertos al pecado, viviéramos para la justicia» (1Pe 2,21-24). Final-mente, si bien es cierto que debe temer siempre la apostasía, que le induciría a «crucificar de nuevo por su cuenta al Hijo de Dios» (Heb 6,6), puede, sin embargo, exclamar con orgullo con san Pablo: «Cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6,14).



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