El espíritu franciscano en sor Ángela de la Cruz no surge
como un complemento accidental y gracioso, sino que pertenece al núcleo de
actitudes conscientemente escogidas por la fundadora. Ella formula referencias
explícitas a «mi padre San Francisco» al reseñar que las virtudes «que deben
brillar más en mí, son la pobreza, el desprendimiento de todo lo terreno y la
santa humildad»; al programar el instituto decide que sus monjas «serán hijas
de San Francisco de Asís, hermanas terceras, y los domingos y días de fiesta,
en vez de rezar el rosario, rezarán la corona [franciscana]»; al explicar las
tareas de las Hermanas advierte que «los medios no serán otros que los que
nuestro padre San Francisco tuvo, que lo hizo todo con la limosna». Por el
testimonio de las primeras Hermanas conocemos el episodio del sermón oído por
sor Ángela en alabanza de San Francisco: le entraron deseos fervorosos de
desprenderse de todo y «pisar la tierra sin pisarla». El hábito de las Hermanas
y sus costumbres, novenas, misas, proponen permanentemente la cercanía del
Santo de Asís hasta la misma partida de este mundo: «Si a última hora [alguna
Hermana] pide morir como su padre San Francisco, se le concederá morir en la
tarimita».
Esta identificación de sor Ángela con el espíritu franciscano nace más de
actitudes existenciales que de fundamentos ideológicos. A pesar de ricas
expresiones acerca de la mediación de Cristo, de la soberana presencia de Dios,
de la inmersión personal en la vida de Cristo, sería desorbitado establecer en
las paginas de sor Ángela alguna vinculación con las sentencias teológicas de
la escuela franciscana sobre la prioridad de Jesucristo en los motivos de la
encarnación. Pienso que todas las frases de sor Ángela admiten la normal
conexión con la ideología ignaciana, tomista en este punto.
Sin embargo, sor Ángela, por su origen familiar, por su ubicación popular y por
sus disposiciones naturales, se halla abierta a conexiones con el horizonte
franciscano. Las explosiones amorosas para con Dios y con los hombres más
desamparados, la atmósfera de alegría en el desprendimiento, el fiero apego a
la pobreza, le colocan entre los discípulos fervorosos del Santo de Asís. Y
surgen lances deliciosos de su biografía que constituyen como un capítulo
reciente de las Florecillas: se olvida de comer el día de la fundación;
convierte los piojos -único terror de sor Ángela- en «perlas de nuestro padre
San Francisco»; un pichón «providencial» proporciona caldo para la hermanita
enferma; traen los pies secos en día de lluvia torrencial; hermanita Ana
consigue la suspirada casa de calle Lerena y cumple las exhortaciones sobre el
desprecio del mundo al pie de la letra; sor Ángela remedia la falta de dinero
para el pago del pan...
La fundadora introduce prácticas de sabor franciscano en el tenor de vida de
las Hermanas: besar la mano a las enfermas, y a los enfermos los pies, viendo
en ellos la imagen de Cristo; postraciones para ponerse en presencia de Dios al
comenzar la oración; uso habitual de las esteras, que ya sirvieron de cama al
grupo inicial en calle San Luis; petición de limosna de puerta en puerta, modo
«más gustoso» para San Francisco; utilización común de los libros; dedicación
de las flores a la Virgen, escribiendo incluso el nombre de María en las
macetas; celebración jubilosa de la fiesta de Navidad con «juegos» y
procesiones en torno al Niño y sus pesebres.
En el meollo de estas prácticas laten los fervores «exagerados» de la
zapaterita enamorada de Jesús y dispuesta a inventar locuras de cariño. Quiere
que la comida no le sepa a nada, y a escondidas le neutraliza el sabor con un
poquito de ceniza; considera «basura» el oro, igual que Francisco llamó basuras
a la riqueza; y lo mismo que el pobre de Asís suplicaba a fray León que le
pasara por encima diciéndole «miserable pecador», sor Ángela siente deseos «de
aparecer a los ojos de todo el mundo como una miserable pecadora y como una
mujer perdida...».
Este matiz tan franciscano del íntimo y poético desprecio de sí mismo halla en
la imaginación sevillana de sor Ángela refuerzos que hubieran entusiasmado al
«pobrecito» de Asís. Ella escribe de sí: «¿No os mueve a compasión la pobrecita
Ángela, tan sucia, tan fea y tan haraposa?» «He recibido de mi amado Dueño un
gran conocimiento de mi nada. Sí, este conocimiento, que en la presencia de
Dios me encuentro tan desnuda de todo, gracias a Dios que lo es todo y yo la
nada» «Quería más bajar, más pobreza, más humillación». «Me ha tocado un
borrico que no me ayuda..., parece que el borrico desmaya y no quiere andar».
Imagina la alegría del mendigo tontico que alcanza favor del rey. Inventa la
deliciosa parábola de la «negrita» despreciable, enamorada de Señor tan
hermoso, gimiente con suspiros que traen perfume del Cantar de los Cantares. Y
concibe una de las situaciones más sorprendentes de la historia de la
espiritualidad contemporánea al proponer, en serio y repetidas veces, a su
padre espiritual la huida secreta para ocupar una plaza de «mujer arrepentida».
Decididamente, Francisco de Asís le hubiera mirado con buenos ojos. Sor Ángela
está autorizada por la trayectoria anterior para escribir el epitafio místico
de su testamento: No ser, no querer ser...
En documentos posteriores a los papeles recogidos en este volumen, sor Ángela
aplica constantemente a la existencia de las Hermanas de la Cruz la tónica
franciscana de su espiritualidad: «Estamos de feria», les dice repetidamente
aludiendo a los jolgorios de las ferias primaverales andaluzas, que constituyen
un prodigio de luz y de color. Las Hermanas de la Cruz «están de feria» cuando
les aplasta el trabajo, cuando asisten a coléricos, cuando les falta el
alimento del día o ropas con que mudarse: «Siento mucho los males que han
sufrido en los días de más tarea y las privaciones que por las circunstancias
actuales tienen que experimentar; pero al mismo tiempo me alegro de la poquita
de feria que ha habido para el espíritu» (Carta a Arjona, 2 noviembre 1895);
«Estas son nuestras ferias y debemos dar muchas gracias a Dios» (Carta a
Villafranca, 17 diciembre 1895); «... todos los pobres de Utrera, que los están
socorriendo [...]; están de feria, las pobrecillas. Pero no apurarse, que en
todas las casas vamos a estar de feria si correspondemos a nuestro Dios» (Carta
a Ayamonte, 22 agosto 1885).