lunes, 25 de julio de 2011

SANTIAGO APÓSTOL, PATRÓN DE ESPAÑA

La historia viene de muy lejos. Tiberiades y Jerusalén fueron por delante de Zaragoza y Compostela. Desde la barca del patrón Zebedeo, sus hijos Santiago y Juan dejaron de zurcir las redes y saltaron intrépidos al conjuro de Jesús: Os haré pescadores de hombres. Lo mismo que había ocurrido, orilla arriba en Betsaida, con los hermanos Pedro y Andrés.
Pedro sería el cabeza de grupo, Juan el discípulo predilecto, Santiago el tercero en concordia, entre los apóstoles más cercanos a Jesús. Junto a él presenciaron la resurrección de la hija de Jairo, la gloria del Tabor y la agonía de Getsemaní.
Los hermanos Zebedeos acreditaron su vehemencia pidiendo a Jesús que lloviera fuego sobre los que lo rechazaban, ganándose así a pulso el mote de Boanerges, hijos del trueno, con que Jesús los señaló; mostraron su ambición rogándole al Maestro, mediante las zalemas de su madre, ocupar los primeros puestos en su reino; pero a la vez hicieron valer su arrojo y valentía, dispuestos a beber hasta las heces, el cáliz de su Señor.
En los albores mismos de la Iglesia, Santiago ocuparía junto a Pedro el puesto más destacado en la Comunidad de Jerusalén. Ambos recibieron la que hoy llamamos "Visita ad limina" de Pablo, apóstol de los gentiles, que sometió su obra evangelizadora al veredicto de los que él consideraba columnas de la Iglesia. Eso es todo lo que sabemos hasta el año 44 en el que, según los Hechos de los Apóstoles, "Herodes Agripa dio muerte por la espada a Santiago, hermano de Juan". Así de escuetamente se dio cuenta a la posteridad de que Santiago el Mayor había sido también el protomártir del Colegio Apostólico.
Las tradiciones hispanas
En la década que va desde la primera predicación hasta la muerte martirial de Santiago, según una piadosa tradición de los pueblos de España, el Apóstol se desplazó a esta península como primer anunciador del evangelio. Él y sus discípulos plantaron las primeras Iglesias en las provincias de Celtiberia ya romanizadas. Dentro de esa misma tradición, con leves soportes documentales, pero con honda belleza y ternura, se nos muestra al Apóstol cansado y exhausto, junto a la orilla del Ebro, al pie de un pequeño pedestal de piedra, donde acude la Virgen María, todavía viviente en este mundo, para darle ánimos al pobre Santiago y nuevos impulsos a su empeño evangelizador.
Tradiciones de corte parecido y de origen tardío se dan en otras naciones de la Europa cristiana y con distintos Apóstoles de Jesús, fenómeno muy común en los siglos comprendidos entre la invasión de los Bárbaros y la baja Edad Media. En nuestro caso esos relatos se revisten con datos históricos de probada autenticidad, como son en su conjunto la presencia del cristianismo en la Hispania romana y la plétora posterior de mártires, santos padres, monasterios y santuarios, desde el siglo III hasta la Iglesia visigótica. Sin unas raíces tan recias, tan extendidas, tan profundas, el árbol frondoso de la fe de España, abatido brutalmente durante más de siete siglos de dominio musulmán, no habría podido resistir a tan tremendos desafíos.
Todos a Compostela
Seguimos con Santiago, y ahora en una clave más histórica, más universal, más española también. Doy por conocidos los datos fundamentales del descubrimiento de su sepulcro y del culto santiaguista en Galicia, a parir del siglo nono, documentados posteriormente hasta la saciedad por cronistas y arqueólogos. Estallaría a partir de entonces el fenómeno torrencial de las peregrinaciones, las interiores y las foráneas. Irían tomando cuerpo los Caminos, los hospitales y los santuarios de las rutas jacobeas, con el sello inmortal del arte románico. Los Papas rubricarán el grandioso fenómeno de las peregrinaciones estableciendo los Años jubilares desde las postrimerías del siglo XII.
Compostela, Jerusalén y Roma constituirán los puntos focales de la cristiandad medieval, con claras ventajas para la primera por su accesibilidad viaria, el valor espiritual de sus perdonanzas, la literatura circulante de sus peregrinos más famosos. En Centro-Europa se llegará a llamar a España el Jacobland, el país de Santiago. Peregrinar a su sepulcro será una llamada de conversión y purificación con fuerza singular. Fluyen los peregrinos de Inglaterra y de Dinamarca, de Flandes, de Italia y arrolladoramente de Francia. Compostela hará méritos, en el segundo milenio cristiano, para ser considerada como uno de los ejes espirituales más profundos de la Europa de ayer y de hoy.
El caballo de Santiago
La proyección transpirenaica no debe anular empero, la hondísima raigambre ibérica del Señor Santiago, su significado aún más aglutinante de los pueblos de España, según iban siendo rescatados en los cinco últimos siglos de la Reconquista cristiana. La leyenda del Apóstol, montado en blanco corcel, blandiendo la espada fulgurante, alentando las huestes cristianas en la batalla de Clavijo, según el sueño del rey Ramiro I en el año 834, es el soporte icónico, como hoy diríamos, de una creencia universal en la protección del Santo Apóstol, que alentó en los reinos cristianos a lo largo de la Edad Media.
De ello dejan constancia tres testimonios lapidarios: El de San Fernando, atribuyéndole la toma de Sevilla a "los merescimientos de Santiago, cuyo Alférez nos somos e cuya enseña traemos e que nos ayuda siempre a vencer". Por su parte, los Reyes Católicos lo proclamaban "luz e Patrón de las Españas, espejo e giador de los Reyes dellas" . Y, por último, Miguel de Cervantes escribirá en El Quijote: "Háselo dado Dios a España... por Patrón y amparo suyo y así le llaman como a defensor suyo en todas las batallas que acometen" (II, cap. 58). Completan el retablo de la España jacobea la Orden Militar de Santiago y el Voto de Santiago, un censo contributivo de todos los reinos cristianos.
La figura ecuestre y fulgurante de Santiago, abanderando las huestes cristianas y abatiendo a sus pies a los infieles, iba a ser, cómo no? una tentación plástica incontenible para el lienzo de los pintores y la escultura policromada de los artistas de gubia y buril.
Surgió así en nuestros templos una vistosa imaginería de cuadros y esculturas de Santiago matamoros que, para dar mayor verismo a la composición, situaba a un moro abatido, con recios trazos faciales de bereber, rendido bajo las pezuñas del caballo jacobeo.
No puedo evitar aquí el recuerdo de esa imagen en una Iglesia del litoral mediterráneo por la que pasan con frecuencia algunos turistas del Magreb. -Qué santo es éste?, preguntó. -Naturalmente, respondió el avispado sacristán, el que está al pie del caballo. Vean como los más valiosos emblemas de una época pueden convertirse en los estigmas de otra. Son exponentes de una mentalidad religiosa, válida para el pasado, que no debemos, ni vituperarla en su momento ni extrapolarla al nuestro.
Santiago y cierra España! pudo ser santo y seña de unos cristianos que rescataban su territorio y protegían su fe. Ahora, la enseña querida por Dios y por la Iglesia es la del respeto, la libertad religiosa y el ecumenismo. Mas tampoco la fe vergonzante ni el relativismo en boga. Antaño expulsamos a los moros, ahora los acogemos como inmigrantes. Es éste un progreso enorme en la asimilación del Evangelio, que ojalá disolviera también en la otra parte ciertos resabios fundamentalistas que conducen, de un lado a la guerra santa y del otro a las cruzadas.
En sus últimas claves espirituales el Santiago matamoros representaba la defensa de la misma fe que había predicado en sus comienzos el pescador de Galilea. Aboguemos hoy, sin resabios iconoclastas, por el Zebedeo evangelizador de la primera hora y por el Santiago peregrino de la Edad Media. Válganos él!

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