Ntro. Padre Jesús del Gran Poder, Almería Fotografía: Fernando Salas Pineda |
Es sentir lo que no se ve. Es el escalofrío que recorre la médula de
una ciudad que desafía al viento helado del vacío, al biruji que se afila en
las esquinas donde la muerte se disfraza con las aristas del fracaso. No es la
certeza, sino algo más hondo. Es el desgarro que provoca este Hombre recio y
fuerte, este Hijo del Carpintero que le saca astillas de tiniebla al corazón.
La Fe no entra por la vista aunque así nos lo parezca cuando contemplamos la
obra maestra de Dios. Un día escogido en la gavilla de los almanaques, el Gran
Imaginero tomó prestadas las manos de Juan de Mesa para hacerse madera en la
ciudad que lo ama por encima de todas las cosas. Y entonces el pueblo comprendió
que todo es la nada, y la nada es el todo en el rostro inmaculado del Gran
Poder.
Tizna la noche su perfil de Cisquero que
nos calienta los tiritones del alma cuando más lo necesitamos. La Fe en este
Carbonero de San Lorenzo va mucho más allá de los alambicados silogismos que
manejan aquéllos que pretenden encontrar a Dios en los legajos, en los papeles
alumbrados por el débil candil de la inteligencia. Esta Fe nace de las entrañas
como manantial de aguas cristalinas y acristaladas por el dolor. No la
busquemos en axiomas ni en preceptos. Es mejor perderse por el laberinto de la
ciudad para dar con ella en cualquier calle manchada de cera tibia, en la acera
que huele a incienso nuevo, en esa bocina que nadie mira porque el nazareno que
la porta ya viste el ruán eterno y transparente de la Gloria.
Hay quien tilda de minusválido religioso
al que profesa esta Fe sencilla, que no simple. No pasa nada. Nadie va a
sentirse ofendido por eso. Entre otras razones porque el Nazareno buscaba
precisamente a los publicanos, a los gentiles, a los samaritanos que no habían
recibido la gracia y que por eso mismo más la necesitaban. Eso sucede cuando
El Que Todo lo Puede abandona su Templo parroquial para recorrer el asfalto
donde tiembla el miedo a la muerte, las plazas que recogen el silencio que
deja su eco en el hueco del espíritu, los rincones que acumulan la nada que nos
amenaza al otro lado de la sombra.
Ante su divina y humana presencia todo se
consume y todo se consuma. Su zancada contiene la tensión del Barroco elevada
al cubo de la cal que el Padre ha utilizado para embellecer la ciudad con el
amanecer más hermoso. Alumbran sus ojos con esa ceguera que goza Quien todo lo
ha visto desde el fondo de los siglos. Agarra el timón de la cruz para gobernar
el galeón de Indias que le permite navegar sobre el oleaje de los sentimientos
que nacen en las fosas abisales de la derrota. No hay tempestad que pueda con
su firmeza, ni dolor que le sea ajeno. Gira la cabeza para romper forzadas
simetrías que el niño desconoce porque nació para someterse a la incertidumbre
de la vida. Y nos busca con la mirada para otorgarnos el único título de
nobleza y de grandeza que posee el ser humano: ser hijos del mismo Padre, que
en este caso es el Hijo más amado de la ciudad.
Se cierran los círculos. Todo pasa y todo
queda cuando su figura mancha de morado las pupilas de quienes descubren el
misterio a su paso. Su vida, repetida hasta la infinitud en los que sufren la
pasión de la pobreza y del hospital, del desengaño y de la ausencia, es un Vía
Crucis sin alfa ni omega, sin principio ni final. Está condenado a la cadena
perpetua del Amor. Y como le dijo un cura sabio a quien dudaba de su existencia,
si alguien llora al contemplarlo o al escribir sobre Él, es posible que ese
hombre no crea en Dios, pero es seguro que el Gran Poder cree en ese hombre. Y
de qué manera...
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