viernes, 9 de noviembre de 2012

FÉ VERDADERA


Ntro. Padre Jesús del Gran Poder, Almería
Fotografía: Fernando Salas Pineda
Es sentir lo que no se ve. Es el escalofrío que recorre la médula de una ciudad que desafía al viento helado del vacío, al biruji que se afila en las esquinas donde la muerte se disfraza con las aristas del fracaso. No es la certeza, sino algo más hondo. Es el desgarro que provoca este Hombre recio y fuerte, este Hijo del Carpintero que le saca astillas de tiniebla al corazón. La Fe no entra por la vista aunque así nos lo parezca cuando contemplamos la obra maestra de Dios. Un día escogido en la gavilla de los almanaques, el Gran Imaginero tomó prestadas las manos de Juan de Mesa para hacerse madera en la ciudad que lo ama por encima de todas las cosas. Y entonces el pueblo compren­dió que todo es la nada, y la nada es el todo en el rostro inmaculado del Gran Poder.
Tizna la noche su perfil de Cisquero que nos calien­ta los tiritones del alma cuando más lo necesitamos. La Fe en este Carbonero de San Lorenzo va mucho más allá de los alambicados silogismos que manejan aquéllos que pretenden encontrar a Dios en los legajos, en los papeles alumbrados por el débil candil de la inteligencia. Esta Fe nace de las entrañas como manantial de aguas cristalinas y acristaladas por el dolor. No la busquemos en axiomas ni en preceptos. Es mejor perderse por el laberinto de la ciudad para dar con ella en cualquier calle manchada de cera tibia, en la acera que huele a incienso nuevo, en esa bocina que nadie mira porque el nazareno que la porta ya viste el ruán eterno y transparente de la Gloria.
Hay quien tilda de minusválido religioso al que pro­fesa esta Fe sencilla, que no simple. No pasa nada. Nadie va a sentirse ofendido por eso. Entre otras razones porque el Nazareno buscaba precisamente a los publicanos, a los gentiles, a los samaritanos que no habían recibido la gra­cia y que por eso mismo más la necesitaban. Eso sucede cuando El Que Todo lo Puede abandona su Templo parroquial para recorrer el asfalto donde tiembla el miedo a la muerte, las plazas que reco­gen el silencio que deja su eco en el hueco del espíritu, los rincones que acumulan la nada que nos amenaza al otro lado de la sombra.
Ante su divina y humana presencia todo se consume y todo se consuma. Su zancada contiene la tensión del Ba­rroco elevada al cubo de la cal que el Padre ha utilizado para embellecer la ciudad con el amanecer más hermoso. Alumbran sus ojos con esa ceguera que goza Quien todo lo ha visto desde el fondo de los siglos. Agarra el timón de la cruz para gobernar el galeón de Indias que le permite na­vegar sobre el oleaje de los sentimientos que nacen en las fosas abisales de la derrota. No hay tempestad que pueda con su firmeza, ni dolor que le sea ajeno. Gira la cabeza para romper forzadas simetrías que el niño desconoce por­que nació para someterse a la incertidumbre de la vida. Y nos busca con la mirada para otorgarnos el único título de nobleza y de grandeza que posee el ser humano: ser hijos del mismo Padre, que en este caso es el Hijo más amado de la ciudad.
Se cierran los círculos. Todo pasa y todo queda cuando su figura mancha de morado las pupilas de quienes des­cubren el misterio a su paso. Su vida, repetida hasta la infinitud en los que sufren la pasión de la pobreza y del hospital, del desengaño y de la ausencia, es un Vía Crucis sin alfa ni omega, sin principio ni final. Está condenado a la cadena perpetua del Amor. Y como le dijo un cura sabio a quien dudaba de su existencia, si alguien llora al con­templarlo o al escribir sobre Él, es posible que ese hombre no crea en Dios, pero es seguro que el Gran Poder cree en ese hombre. Y de qué manera...


 

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