La Semana Santa es una fiesta que nos conmueve
gracias, entre otros, a los imagineros que tallaron las imágenes que son
capaces de despertar la emoción y de entrar directamente en las entrañas de la
conciencia; de los tallistas que labraron esos canastos que a veces llegan a
ser un Evangelio andante, una Biblia tallada sobre la madera para ilustrar a
los fieles sobre la Historia Sagrada donde se aposenta el Cristo que va sobre
esa maravilla neo-barroca, a veces neogótica; de los orfebres que le sacan la
punta de la belleza a la plata hasta el punto de convertirla en un capricho de
la luz; de los bordadores que cubren el terciopelo con ese juego de volutas que
nos estremece cuando un palio se aleja en la oscuridad de la noche; de los
doradores que cubren con el pan de la luz dorada la madera, hasta el punto de
elevarla a la categoría de retablo; de los cereros y los floristas, de todos
los que intervienen en la creación y la recreación de esta magna obra de arte
que nos permite acercarnos a Dios sin dejar de pisar la calle.
Los oficios dejan un beneficio en sueldos que permiten
una vida digna a los artesanos que se dedican a estos menesteres. Los oficios
no son un lujo que vaya contra la pobreza que se manifiesta por culpa de la
crisis, sino todo lo contrario. Invertir en patrimonio lleva consigo la
creación de puestos de trabajo, es decir, el reparto de una riqueza que de otro
modo tendría que hacerse por los canales del donativo y la limosna. Estos
artesanos, además, conservan unas formas de trabajar la madera o el metal que,
si se les da de lado, se perderían irremisiblemente, como ha ocurrido en
tantísimos lugares donde es imposible tallar un crucificado o bordar un manto.
Así pues, los oficios generan más beneficios de
los que uno podría imaginarse cuando ve esos varales repujados, ese canasto
tallado y dorado, ese manto bordado, esa imagen del Cristo o de la Virgen tallada.
Estos artistas y estos artesanos conservan una manera de elevar el arte a la
categoría de la devoción y de la emoción que se ha perdido en multitud de
puntos de España y de Europa. Por eso es fundamental conservar esta manera
única de interpretar la religiosidad popular a través de estos oficios que
generan, como se ha dicho antes, un beneficio infinitamente superior al
aparente lujo que provoca el rechazo de quienes no ven más allá de la belleza
que subyace en una obra realizada con todo el mimo y el primor que caracteriza
a estos profesionales.
Hágase la caridad con los pobres, ayúdese a quien
no tiene nada que comer, pero no se olvide que la Semana Santa es grande por
los oficios que se han centrado en elevarla por encima de la categoría de una
fiesta donde lo estético no tuviera valor alguno. No es lujo todo lo que
reluce. Bajo un manto hay miles de puntadas donde se han dejado el cariño y el
amor por una imagen. No renunciemos a una tradición que nos ha costado siglos
mantener. Hay espacio para la caridad, y hay sitio para seguir enriqueciendo el
patrimonio de las cofradías de una forma sensata que sea acorde con estos
tiempos. No en vano, el beneficio de estos oficios repercute para todos.
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