martes, 25 de enero de 2011

LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO

Este proceso de conversión de Pablo se describe en el libro de los Hechos a partir del capítulo 9. Pablo, nacido en Tarso de Cilicia, educado en el rigor de la ley, tardaría tiempo en convencerse de que Dios no hace acepción de personas y acepta a todos por igual. Su actitud de anunciar el evangelio a los judíos en primer lugar, para convertirlos al Evangelio del naza­reno, y de aducir su condición de ciudadano romano, apelar al César para no ser juzgado, son señales evi­dentes del trabajo que le costó a él, que había sido fariseo y estaba convencido del privilegio de Israel, aceptar que, como Jesús, debía acoger a todos por igual y no utilizar privilegio alguno en defensa pro­pia. Solamente cuando llega a Roma y se convence de que «la salvación de Dios se ha destinado también a los paganos», se puede decir que está ya plenamente convertido al mensaje de Jesús.

Mientras no se acepta que Dios es Dios de judíos paganos, que Dios es padre de todos, que no ha preferidos y postergados, sino que todos somos iguales, no se está capacitado para «echar demonios, hablar lenguas nuevas, coger serpientes en la mano sanar a los enfermos», o lo que es igual, para liberar los seres humanos del mal que los aflige, y preservarse a uno mismo de ese mismo mal que nos amenaza. No sólo un pueblo es de Dios: todos los pueblos son de Dios. Él se ha comunicado con todos.

Las Iglesias cristianas concluyen hoy el octavario de oración por la Unidad de las Iglesias. A todos nos tiene que doler, como una vergüenza de familia, la división de los que creemos en Aquel que dijo suspi­rando: «¡Que sean uno!». Y esta unión de los cristia­nos debemos proyectarla hoy día más allá: la unión religiosa de toda la Humanidad, de todas las religiones: «¡Que siendo distintas, estén unidas!»



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