lunes, 10 de febrero de 2014

TIEMPOS DE CULTOS



Altar de culto de la Esperanza de Triana
en la Iglesia Conventual de San Jacinto.
Foto archivo del historiador Ramón de la Campa

Ahora que febrero va quebrando albores cada vez más tempranos, y las tardes se estiran con la lenti­tud de la luz que no quiere abandonar el poniente de la ciudad. Ahora que huele a incienso en el atrio del templo que no está cerrado del todo, como si el tiempo de la espera empujara suavemente esas ho­jas donde están escritas tantas historias, tantas mi­radas, tantas despedidas... Ahora que arde la cera en los altares donde se le rinde culto al Cristo que heredaste de tus padres o de tus abuelos, a la Vir­gen que te ofrece la mano para que puedas sentir el calor de la palabra Madre. Ahora que todo vuelve a empezar, con la ceniza aún lejana en el horizonte de marzo, es tiempo para reflexionar sobre la médula que recorre la espina dorsal de la Semana Santa.
Tal vez no haya tiempo más clarividente que éste. Es posible que durante los días de la Cuaresma nos sintamos abducidos por ese vórtice del tiempo que corre en busca del Domingo de la Luz. Y cuando llega esta fecha señalada en azul y blanco, enton­ces no tenemos más remedio que sentir y no pensar. Por eso ahora, justamente ahora, vamos a meditar sobre esos cultos que conforman uno de los dos ejes sobre los que se asientan las cofradías: el culto y la caridad. Amarás a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo. Ahí está encerrado todo. Capacidad de síntesis a lo divino.
Los cultos son algo más que los prolegómenos de la Semana Santa. Los cultos no son un prólogo ni una antesala. Los cultos son la demostración palpa­ble de que las cofradías están vivas, y no reducen su labor a la salida procesional que nos deslumbra con su emoción, con su belleza, con su verdad. Los cultos son el corazón donde late el espíritu de la Se­mana Santa. Encerrada en los muros de las iglesias mudejares, iluminada por el esplendor del Barroco, la sangre va bombeando la frialdad que el invierno deposita en las calles. Empieza a correr el misterio por las arterias que llevan esos nombres que lo dicen todo desde el silencio de esquina y azulejo: Pureza, Parras, Cuna, Castilla, Imagen, Trajano... Hasta que un día se rompa el corazón mudejar del templo, y el Barroco salga a la calle para provocarnos el repeluco que llevamos esperando un año.
La historia de las cofradías está jalonada por esos quinarios y esos triduos, por esos septenarios y esas novenas que han servido para mostrar la Verdad con mayúscula que se encierra en las capillas cuan­do aún no ha estallado la primavera en el foro abier­to de la calle. La palabra se hace presente, y Dios aparece en la plenitud eucarística que tiene la mis­ma forma que la deseada luna del mes de Nissan. El incienso está a medio camino, entre la ofrenda de Belén y las volutas que jugarán con el aire tibio del mes de abril. Los nazarenos no formarán hileras paralelas, sino que se sentarán, a cara descubierta, en los bancos que crujirán con ese sonido que nos traerá a la memoria un amanecer de caoba y madru­gada. Todos reunidos bajo el mismo techo, como una familia que celebra el encuentro con el Padre, porque la Semana Santa es tan sencilla y tan profun­da como la vida misma.

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