Altar de culto de la Esperanza de Triana en la Iglesia Conventual de San Jacinto. Foto archivo del historiador Ramón de la Campa |
Ahora que febrero va quebrando albores
cada vez más tempranos, y las tardes se estiran con la lentitud de la luz que
no quiere abandonar el poniente de la ciudad. Ahora que huele a incienso en el
atrio del templo que no está cerrado del todo, como si el tiempo de la espera
empujara suavemente esas hojas donde están escritas tantas historias, tantas
miradas, tantas despedidas... Ahora que arde la cera en los altares donde se le rinde culto al
Cristo que heredaste de tus padres o de tus abuelos, a la Virgen que te ofrece
la mano para que puedas sentir el calor de la palabra Madre. Ahora que todo
vuelve a empezar, con la ceniza aún lejana en el horizonte de marzo, es tiempo
para reflexionar sobre la médula que recorre la espina dorsal de la Semana
Santa.
Tal vez no haya tiempo más clarividente
que éste. Es posible que durante los días de la Cuaresma nos sintamos abducidos
por ese vórtice del tiempo que corre en busca del Domingo de la Luz. Y cuando
llega esta fecha señalada en azul y blanco, entonces no tenemos más remedio
que sentir y no pensar. Por eso ahora, justamente ahora, vamos a meditar sobre
esos cultos que conforman uno de los dos ejes sobre los que se asientan las
cofradías: el culto y la caridad. Amarás a Dios sobre todas las cosas, y al
prójimo como a ti mismo. Ahí está encerrado todo. Capacidad de síntesis a lo
divino.
Los cultos son algo más que los
prolegómenos de la Semana Santa. Los cultos no son un prólogo ni una antesala.
Los cultos son la demostración palpable de que las cofradías están vivas, y no
reducen su labor a la salida procesional que nos deslumbra con su emoción, con
su belleza, con su verdad. Los cultos son el corazón donde late el espíritu de
la Semana Santa. Encerrada en los muros de las iglesias mudejares, iluminada
por el esplendor del Barroco, la sangre va bombeando la frialdad que el
invierno deposita en las calles. Empieza a correr el misterio por las arterias
que llevan esos nombres que lo dicen todo desde el silencio de esquina y
azulejo: Pureza, Parras, Cuna, Castilla, Imagen, Trajano... Hasta que un día se
rompa el corazón mudejar del templo, y el Barroco salga a la calle para
provocarnos el repeluco que llevamos esperando un año.
La historia de las cofradías está
jalonada por esos quinarios y esos triduos, por esos septenarios y esas novenas
que han servido para mostrar la Verdad con mayúscula que se encierra en las
capillas cuando aún no ha estallado la primavera en el foro abierto de la
calle. La palabra se hace presente, y Dios aparece en la plenitud eucarística
que tiene la misma forma que la deseada luna del mes de Nissan.
El incienso está a medio camino, entre la ofrenda de Belén y las
volutas que jugarán con el aire tibio del mes de abril. Los nazarenos no
formarán hileras paralelas, sino que se sentarán, a cara descubierta, en los
bancos que crujirán con ese sonido que nos traerá a la memoria un amanecer de
caoba y madrugada. Todos reunidos bajo el mismo techo, como una familia que
celebra el encuentro con el Padre, porque la Semana Santa es tan sencilla y tan
profunda como la vida misma.
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