miércoles, 23 de octubre de 2013

YO ESTOY ENAMORADO DE...



El administrador de Vetusta, con la Torre del Oro
a sus espaldas.
Fotografía: Guillermo Méndez Sánchez


Yo estoy enamorado de esa Sevilla rica y pobre  del siglo XVII cuando la ciudad presumía de ser puerto y puerta de las Indias. Grandes fortunas se amasaban con los metales in­dianos y grandes miserias se exponían en las calles donde la mendicidad formaba parte del paisaje y del paisanaje. Estoy enamorado de la Sevilla aristocrática y burguesa que se mezclaba con los pi­caros. Nobles y clérigos compartían callejones y barredue­las con los trasuntos del Guzmán de Alfarache, de Rinco-nete y de Cortadillo. De los patios renacentistas con el aire inconfundible de lo mudéjar, como la Casa de Pilatos y en el Alcázar, y patios donde el monipodio de turno alecciona­ba a los delincuentes sobre la manera más eficiente de san­grar una faltriquera. Monipodio no era más que un apren­diz de las artes que manejaba el duque de Lerma, valido del rey Felipe III, un aprendiz de brujo que se aprovecha­ba del tráfico mercantil que elevó a Sevilla hasta convertir­la en la ciudad más importante del mundo.
 Estoy encelado de ese Barroco que entró en la ciudad sin que nadie se diera cuenta. Primero asomó el rostro con la aguda nariz de las epidemias que le recordaron al hombre su condición mor­tal: memento mori. Luego se dedicó a quebrar bancos para dejarla sin la posibilidad de comerciar con el oro y la plata que entraban por su Arenal y que se acuñaban en su Casa de la Moneda. Pero el Barroco se dejaba ver en su plenitud a la luz del día, cuando se mezclaban los limpios de sangre con los sucios de bubas, los funcionarios con los timado­res, los clérigos con los fulleros, las damas con las prostitu­tas, los banqueros con los timadores, los alguaciles con los aguadores... El Barroco fue, es y será, esa cultura de masas, esos ba­rrios que no eran de pobres ni de ricos, esas calles donde los palacio comparten el muro medianero con el corral de veci­nos. El Barroco es la ciudad, y viceversa, aunque tuvieran que pasar dos siglos para que lo bautizaran con ese nombre.
El Barroco también era y es ese engaño en el que puede caer quien se acerque a esa Sevilla con los ojos de otra época. Mezclados, pero no iguales. Líneas divisorias traza­das a cordel. Desde la vivienda hasta el oficio, desde el apellido hasta las rentas. Pero no había, ni hay frontera que sea infranqueable cuando la voluntad, el genio, la ambición y la inteligencia se unen en una misma ciudad.

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