El administrador de Vetusta, con la Torre del Oro a sus espaldas. Fotografía: Guillermo Méndez Sánchez |
Yo estoy enamorado de esa Sevilla rica y pobre del siglo XVII cuando la ciudad presumía de ser puerto y
puerta de las Indias. Grandes fortunas se amasaban con los metales indianos y
grandes miserias se exponían en las calles donde la mendicidad formaba parte
del paisaje y del paisanaje. Estoy enamorado de la Sevilla aristocrática y
burguesa que se mezclaba con los picaros. Nobles y clérigos compartían
callejones y barreduelas con los trasuntos del Guzmán de Alfarache, de Rinco-nete
y de Cortadillo. De los patios renacentistas con el aire inconfundible de lo mudéjar,
como la Casa de Pilatos y en el Alcázar, y patios donde el monipodio de turno
aleccionaba a los delincuentes sobre la manera más eficiente de sangrar una
faltriquera. Monipodio no era más que un aprendiz de las artes que manejaba el
duque de Lerma, valido del rey Felipe III, un aprendiz de brujo que se
aprovechaba del tráfico mercantil que elevó a Sevilla hasta convertirla en la
ciudad más importante del mundo.
Estoy encelado de ese Barroco que entró en la
ciudad sin que nadie se diera cuenta. Primero asomó el rostro con la aguda
nariz de las epidemias que le recordaron al hombre su condición mortal: memento mori. Luego se dedicó a quebrar bancos para
dejarla sin la posibilidad de comerciar con el oro y la plata que entraban por
su Arenal y que se acuñaban en su Casa de la Moneda. Pero el Barroco se dejaba
ver en su plenitud a la luz del día, cuando se mezclaban los limpios de sangre con los sucios de bubas, los funcionarios
con los timadores, los clérigos con los fulleros, las damas con las prostitutas,
los banqueros con los timadores, los alguaciles con los aguadores... El Barroco
fue, es y será, esa cultura de masas, esos barrios que no eran de pobres ni de
ricos, esas calles donde los palacio comparten el muro medianero con el corral
de vecinos. El Barroco es la ciudad, y viceversa, aunque tuvieran que pasar
dos siglos para que lo bautizaran con ese nombre.
El Barroco también era y es ese engaño en el que puede caer quien se
acerque a esa Sevilla con los ojos de otra época. Mezclados, pero no iguales.
Líneas divisorias trazadas a cordel. Desde la vivienda hasta el oficio, desde
el apellido hasta las rentas. Pero no había, ni hay frontera que sea
infranqueable cuando la voluntad, el genio, la ambición y la inteligencia se unen
en una misma ciudad.
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