España
y Europa se enfrentaron en 1700 -como también lo hacen hoy por razones
distintas- a una catástrofe histórica: Carlos II muere sin descendencia. Va a
jugarse una partida en el gran tablero mundial. Aunque el Monarca ha legado el
Trono en su testamento a Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV y príncipe europeo
con mejor derecho, las grandes potencias buscan sacar provecho de este drama
dinástico.
Inglaterra,
Holanda y otros reinos temen la total hegemonía franco-española, pues su
alianza dinástica no ha disipado la amenaza de que una misma persona reine en
Francia y España. No mucho después de que Felipe V sea proclamado en Castilla y
Aragón, Leopoldo I, Emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico, postula a su
hijo menor, el Archiduque Carlos de Habsburgo, con el apoyo militar de esas
potencias.
Otra
partida empieza a jugarse en el pequeño tablero de la política española:
Cataluña, Valencia y Baleares apuestan por el candidato austriaco, no tanto por
temor a que el centralismo borbónico se imponga, pues Felipe V ha respetado los
fueros de Navarra, las Vascongadas y Aragón; sino porque aspiran a un acuerdo
privilegiado (una suerte de nuevo «pacto fiscal») como premio por su apoyo: abrir
el comercio con América, algo exclusivo de Castilla. Aragón se sumará tras las
primeras victorias austracistas.
Sin
embargo, las diplomacias se mueven en secreto. Felipe V y Gran Bretaña sellan
el Tratado de Utrecht en 1713. No fueron tablas, pero acabó con una guerra
costosa y aclaró una gran duda: tampoco un nuevo Carlos V reinará en España y
el Sacro Imperio, como podían temer Francia o Inglaterra, pues el pretendiente,
por otra pirueta de la Historia, ha sido proclamado Emperador tras la muerte de
su padre, Leopoldo I, y de su hermano, José I. Por el Tratado de Rastadt,
finalmente renuncia a España.
La
partida en el gran tablero ha terminado. No así la que se ha venido jugando en
el pequeño. Aragón acepta, pero la Junta de Brazos de las Cortes, establecida
en Barcelona, y las Baleares, no. El duque de Pópoli bloquea Barcelona por mar
y el duque de Berwick la rinde por tierra el 11 de septiembre de 1714. En ese
asalto resulta herido el «conseller en cap» del Consejo de Ciento, Rafael
Casanova, que se hace el muerto, huye y se esconde hasta ser indultado años
después. A él se brinda la ofrenda floral de la Diada, bucle melancólico de una
derrota.
Triste
balance final de la aventura: todos perdimos. España perdió Gibraltar, Menorca,
Nápoles, Niza, Milán, Cerdeña, Países Bajos católicos, Terranova, Acadia, San
Cristóbal de Antillas y la bahía de Hudson. Y Aragón, Cataluña, Valencia y
Baleares perdieron sus fueros.
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