Fachada del Monasterio de las Franciscanas Concepcionistas |
Cuando los mudéjares acariciaban aquel barro de la Rambla de Alfareros el cual servia para fabricar los ladrillos que levantaron los esbeltos y rojizos muros del Monasterio de las Franciscanas Concepcionistas, que simulaban la sangre de los mártires cristianos que fue derramada en la cruzada contra los infieles musulmanes. Pasados cinco siglos con sus respectivos años, meses, semanas, etc… ellos siguen testigos mudos e intactos de las oraciones y peticiones que son acogidas hoy apenas por apenas una veintena de rosas orantes al Creador que perfuman esos Vetustos y rojizos muros que viven para acoger el penetrante aire lleno de Espíritu Divino. En la clausura reposan las horas, rescatadas, intactas, creciendo consigo mismas, como árboles cuajados del más sabroso fruto, por inadvertido. Que pocos lo sepan viene a ser lo mejor de lo bueno. Tal como la jungla es hermosa por impenetrable, la ciudad se gusta por desconocerse y guardarse secreta, allá donde sólo permite entrar su propia luz, la cual entremezclada con un acariciador aire envuelto a encuadernación y a yemas recién hechas, y ese aire penetrador que ayuda a sobrevivir a las rosas del mejor jardín de la creación, es el único que trasporta los suspiros de la oración que brota de lo mas profundo de un puro corazón, hasta la Morada Santa de un único Dios Trino y Verdadero. Solo el sabe los secretos que encierran los muros que su nacimiento estuvo refrescado por la aguas de las alfarerías.
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